El entrenamiento no existe, es un invento. Dime qué se puede entrenar que no se pueda jugar. Ocurre que los entrenadores de fútbol nos hemos convertido en especialistas de lo inexistente, prestigiamos nuestra labor porque nadie soporta ser prescindible ni tampoco ser evidenciado por no respetar la mentira repetida, o la verdad creada. Dividimos lo indivisible, controlamos lo incontrolable, nombramos lo innombrable y en ese ejercicio de vanidad nos alejamos de la esencia: los jugadores. Jorge Valdano dijo que los buenos estaban en peligro de extinción, que jugar bien acabaría siendo motivo de mofa, y no le falta razón.
Obviamos que los protagonistas juegan per se y son la táctica entre sí. Infravaloramos sus capacidades en favor de nuestra vanidad y nuestros miedos, cuando son ellos los únicos que saben de fútbol aunque no sepan que saben. Tuve un jugador que no sabía ni su nombre, ni atarse los cordones; si le hubieran sacado tarjeta se la hubiera cogido al árbitro en agradecimiento. Pero en su primer partido recibió el balón, regateó a cuatro rivales, hizo una pared con uno de sus compañeros para enfrentarse al portero, dentro del área pequeña amagó hacia la derecha para irse por la izquierda e hizo el único gol del partido. No lo celebró porque no sabía que los goles se celebraban.
El destrozo futbolístico acontece cuando nos ocupamos de grabar esa acción, analizarla, re-analizarla, volver a analizarla, para luego atrevernos a corregir el gesto de carrera o el momento de aceleración, como el que enseña a respirar y luego se atribuye la supervivencia del aprendiz. Hacemos pensar a los jugadores como nosotros queremos que piensen y no como les pertenece hacerlo, siendo el objetivo final la colonización y el adiestramiento. Dos palabras muy alejadas del juego.
Fragment de l’article “Conversaciones sin trampa”. Autor: Kevin Vidaña