Hacia nuevas instituciones democráticas (Ed. Traficantes de sueños)
Ahora bien, la crisis puede cerrarse de varias formas. Hay quien lee de forma simplona el eslogan del 15M «no nos representan», no como una crítica al sistema de representación y una puesta en cuestión del discurso de la representación, sino en el sentido restrictivo de que «estos que hay ahora no nos representan» pero otros distintos sí podrían representarnos. Podríamos elegir unos representantes genuinos y volvernos a nuestras casas.
Por el contrario, en mi opinión, la crítica afecta a un núcleo más profundo, a la idea de que «no somos representables», a la idea de que la representación siempre es un mecanismo de legitimación adscrito a unas prácticas que logran crear un imaginario específico.
La política democrática no tiene tanto que ver con la representación como con la acción y la capacidad de decisión. Pero ¿cómo se introduce el gobernado en el ámbito de la decisión política? ¿Cómo conseguir que aquellas exigencias de una población que ya no puede aguantar más, se conviertan en prescripciones políticas obligatorias?
Estas cuestiones abren el debate sobre la nueva política. El desafío de estas nuevas formas de concebir la política estriba en varios puntos:
a) en primer lugar, en el reconocimiento de que la acción política ―que incluye tomas de decisión, elaboraciones legislativas, normas de obligado cumplimiento―, siendo como es potestad de los agentes políticos institucionales, debe estar sometida a normas muy estrictas de tal modo que su ejercicio sea de poca duración, esté constreñido desde el principio por normas restrictivas y sujeto a revcación. Se trata de restringir, y no de ampliar, el ámbito de decisión de los agentes políticos institucionales. Si nos preguntamos qué o quién va a restringir y limitar el po- der institucional de los elegidos, entiendo que la respuesta no solo está en los protocolos establecidos previamente a la elección y en las normas existentes, sino también en el poder de los agentes sociales: la libertad de asociación y la acción política directa son condiciones imprescindibles.
b) esa necesidad de restricción y la idea de que la acción política institucional siempre se verá enfrentada a resistencias y formulaciones alternativas se fundamenta en que el contenido sobre el que se decide en el ámbito del poder son los «asuntos comunes», el «vivir común de la población» y, por consiguiente, la acción política ha de estar supeditada a este. La materia del poder, es decir, aquello sobre lo que se decide en las instancias políticas, son las relaciones sociales, esto es, las acciones que son pertinentes, las que están permitidas o prohibidas, las que son objeto de atención, las que serán premiadas o quedarán invisibles. O sea, el complejo mundo de las acciones y relaciones in- terhumanas y sociales. Este complejo es lo que llamamos «vivir en común» y por lo tanto debe ser tratado desde la óptica de salvaguardar y garantizar su carácter «común», y no de convertirlo en patrimonio de unos pocos, por muy elegidos que hayan sido. Por su parte, este «vivir en común» genera constantemente tensiones que llaman a la acción política. Admito que esta frontera no es muy visible en determinados casos y que puede haber confusiones, pero debería explicitarse que el principio de una acción política plenamente democrática es aquel que sitúa en primer lugar la defensa de los afectados negativamente por ella.
c) sustituir la práctica y el imaginario de la representación por el de la delegación, de modo que el agente político quede supeditado al respaldo de aquellos dispositivos de democracia directa y/o participativa que inciden en la agenda política. Sin duda aquí se abren nuevos problemas y posibilidades de con icto pero, en mi opinión, deben prevalecer las posiciones de autodefensa de los afectados que garanticen un mínimo de dignidad y bienestar a las personas en situación de mayor vulnerabilidad. Los dispositivos de democracia directa como los referéndum, las iniciativas legislativas populares, los presupuestos participativos, etc., deben estar orientados por esos principios.
d) esta práctica debe sustituir la concepción dominante según la cual los electores dan su con anza en bloque a una opción electoral cuyos integrantes, en el caso de ostentar cargos de gobierno, los detentan por delegación de la autoridad suprema. Es decir, los gobernados transfieren su poder a la autoridad suprema la cual, a su vez, en un segundo paso, delega competencias en cargos especícos. No es muy difícil darse cuenta de que ese mecanismo traslada a un contexto de participación electoral unos dispositivos de delegación que provienen de gobiernos despóticos de etapas anteriores, de tal modo que se elige en bloque al partido dominante pero, a continuación, el cabeza del grupo electo distribuye el poder entre sus secuaces. En sociedades en las que los medios informativos tengan notable in uencia, esta verticalidad se ve todavía más favorecida por la creación mediática de liderazgos.
Redefinir la lógica representativa convirtiéndola en una prática de delegación parcial y limitada debilita el poder de los agentes políticos ―partidos― y refuerza la democracia, mientras que privilegiar la inviolabilidad de los agentes políticos una vez han sido elegidos, refuerza la desdemocratización de las instancias públicas que hemos vivido en los últimos años.
¿Qué tiene que ver en todo eso la perspectiva feminista?
La perspectiva feminista es fundamental en este debate por varias razones. En primer lugar porque rompe la «unicidad del mando», la idea de que mando y autoridad deben remitir a un Uno jerárquicamente situado en la cúspide del aparato de toma de decisiones. Y lo sustituye por un entramado mucho más complejo que distribuye el poder y lo devuelve a los individuos y colectivos en vez de concentrarlo.
Desde posiciones tradicionales se arguye que aquella con- centración es necesaria en aras de la e cacia, dado que actuamos en un marco de competición entre rivales. A mi juicio, esa conceptualización de la contienda política es incorrecta.
Cierto que en ocasiones esta trata de quién manda, de quién se arroga esa capacidad de decisión, pero este planteamiento, profundamente antidemocrático, pasa por alto que como la materia del poder político son justamente las relaciones sociales que permiten sobrevivir a una sociedad, este debe estar enraizado en las estructuras sociales y, por consiguiente, en último término, solo habrá un poder político legítimo: aquel que garantice la supervivencia social.
Entenderlo como resultado de una competición en la que alguien ha resultado ganador y puede, por lo tanto, imponer sin más sus decisiones, ya resulten estas bene ciosas o no para el conjunto social, significa prolongar la concepción clásica del poder según la cual el señor legítimo está capacitado para apropiarse de la riqueza social en beneficio propio o de sus allegados. O de imponer, en su caso, sus concepciones como las más adecuadas sin consulta ninguna. Las guerras entre señores en la Edad Media europea o las guerras entre naciones corresponden a este modelo: el ganador impondrá sus mecanismos de extorsión en detrimento del gobernante anterior.
En un sistema profundamente democrático, esta lógica es inoperante puesto que el gobernante no es un señor que se apropia de la riqueza común ―y si es así, debe ser expulsado del poder político―, sino un delegado cuya tarea consiste en garantizar la supervivencia de la comunidad en las mejores condiciones posibles. Las feministas y la política feminista están mejor preparadas para esta tarea porque entienden la necesidad de preservación del común, porque saben de tejer redes de subsistencia y porque están permanentemente atentas a este trabajo de mantener la consistencia y durabilidad de los proyectos, en especial, de los proyectos compartidos de vida. Como veremos más adelante, poner la vida en el centro implica ese desplazamiento de la mirada.
Es más, la lógica de la competición y de la autoridad indiscu- tida en el ámbito público resuena con la autoridad patriarcal en el ámbito de la familia donde las mujeres están subordinadas a la autoridad del varón y del varón mayor ―el padre― sobre los menores, incluido el hermano mayor sobre los demás. Esta forma de ejercer la autoridad subordina a las mujeres y rompe cualquier posibilidad de entender la familia, especialmente la familia heterosexual, como un ámbito de cooperación entre iguales. En la ideología fascista este modelo orgánico se ampliaba desde la familia al Estado, dirigido por un gran líder, siempre masculino. En las sociedades democráticas la redefinición de la familia choca con las estructuras patriarcales tradicionales, razón por la cual desde la política feminista insistimos tanto en que la democracia debe estar basada en la cooperación y no en la competición, ni siquiera en la representación. Instituir formas de agencia directa es un paso absolutamente necesario.
Pero además la política feminista está muy atenta a los sujetos de la acción política, a dar la palabra a las afectadas y a no sustituirlas, a respetar la heterogeneidad de los colectivos y a introducir prácticas igualitarias. Eso nos ha permitido redefinir los problemas sociales alejándolos de un tratamiento objetivista y psicologizante, y abriéndolos a perspectivas interactivas y comunicativas. Por eso entendemos que la óptica feminista es clave también en la nueva etapa: no es un adorno ni un elemento de «corrección política», sino un elemento constitutivo.
Y si ahora nos preguntamos «¿qué marca la diferencia feminista en la nueva política?», que fue el interrogante del que nació la idea de las Jornadas que dieron origen a este volu- men, provisionalmente diría que la diferencia no está solo en los contenidos ―poner la vida en el centro―, sino también, y no en menor medida, en las formas: respetar la agencia propia de los y las gobernados/as; reconocer y propiciar esta agencia a partir de la idea de que las iniciativas serán siempre mucho más abundantes de lo que se puede prever desde el poder y que esto es bueno, porque indica una sociedad movilizada que no se deja subyugar; y pelear para que la acción política desde abajo promocione formas igualitarias y radicalmente respetuosas de manejar las interacciones sociales. Sabemos que la lógica del dominio es ponzoñosa para el bienestar social. Utilicemos nuestros conocimientos y nuestra experiencia para crear el espacio adecuado donde otras personas puedan experimentar relaciones igualitarias que aumenten el bienestar común dando rienda suelta a sus iniciativas y a su capacidad de organización. Así lograremos desbordar las anquilosadas tradiciones patriarcales y los intentos de renovarlas.
Así pues, para terminar, digamos que el «asalto institucional» en el que estamos comprometidas tiene por objeto cambiar las propias instituciones, introduciendo las perspectivas del feminismo. No sé si lo lograremos. En cualquier caso vamos a intentarlo.